el Obispo Latimer |
Hoy conmemoramos a los llamados “Mártires de Oxford” Hugh Latimer, Nicholas Ridley y Thomas Cranmer. Casi todos los anglicanos reconocemos a Cranmer por ser el autor principal del Libro de Oración Común, pero Latimer y Ridley son menos reconocidos en la época actual. Los tres contribuyeron a la Reforma inglesa a través a de la predicación, la palabra escrita y el liderazgo episcopal. Los tres sirvieron en cargos importantes bajo Enrique VIII y Eduardo VI y los tres fueron condenados a la hoguera bajo María la Sangrienta.
En su memoria traduzco una parte del famoso Sermón del arado predicado por Latimer en el año 1548. Se compara el predicador con el arador.
Comparo la predicación al trabajo del arador y comparo el prelado al arador. Pero ustedes ahora preguntarán ¿a quién llamaré un prelado? El prelado es aquel, cualquiera que fuera, que tenga un rebaño para enseñar y el que tenga una responsabilidad espiritual en la congregación fiel y es cualquiera que tenga la cura de almas. Y bien se comparan el predicador y el arador: primero, por su labor durante todas las estaciones del año; pues, no hay ninguna estación del año en que el arador no tenga algún trabajo especial que hacer. También se comparan bien por la diversidad de obras y la variedad de tareas que realizan. El arador primero empieza con su arado y abre la tierra, luego forma surcos, en otro tiempo la trabaja de nuevo y después la cava, saca las malezas y la limpia. Asimismo es con el prelado. El predicador tiene muchas tareas que cumplir. Primero tiene un trabajo duro en hacer llegar sus parroquianos a una fe sana, como dice san Pablo, y no a una fe vacilante, sino a la fe que abrace a Cristo y confíe en los méritos de él, a una fe viva, una fe que justifique; una fe que haga justo al hombre sin tomar en cuenta las obras, tal como declara y explica la Homilía sobre Justificación. Tiene, entonces, una labor intensa, digo yo, en llevar los miembros de su rebaño a la fe sana y después de confirmarlos en esta misma fe. Tiene que bajarlos con la ley y las amenazas de Dios contra el pecado; luego tiene que surcarlos y edificarlos con el evangelio y las promesas del favor de Dios. Entonces tiene que sacar a sus malezas mostrándoles sus faltas y haciéndoles abandonar el pecado. Luego hay que abrir sus corazones, quebrantando los corazones de piedra y ablandándolos para que tengan corazones de carne, es decir, corazones suaves y listos que recibir la doctrina. Después hay que enseñarles a conocer a Dios debidamente y saber también cuál es su deber hacia Dios y hacia su prójimo. Y entonces hay que exhortarlos cuando ya sepan su deber para que lo cumplan y sean diligentes y se apliquen a su labor continuamente.
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