Cuando el filisteo
miró a David, y vio que era joven, de piel sonrosada y bien
parecido, no lo tomó en serio. (1 Samuel 17:33)
"David y Goliat" por Miguel Ángel, la Capilla Sixtina |
Las apariencias engañan. David era un muchacho
cuando peleó con Goliat. Era pequeño y realmente no tenía por qué
entrar en la batalla, pues solamente llegó al campamento del
ejército para llevar provisiones a sus hermanos. Por la apariencia
nadie habrá pensado que era el hombre más valiente de Israel.
Cuando por fin convenció al rey a permitirle lidiar con el filisteo,
ni siquiera pudo revestirse con la armadura de combate y el enemigo
se rio por ver tal pequeñez delante de él. Sin embargo, David
ganó la batalla. Venció al filisteo y liberó su pueblo de la
opresión de sus enemigos.
¿Cómo David, siendo tan
pequeño, pudo ganar la batalla? Ganó porque su pequeñez lo hizo
ágil, ganó porque las experiencias difíciles le enseñaron a usar
las herramientas que estaban a su alcance, ganó porque su enemigo lo
subestimó, pero sobre todo ganó porque confió en el poder supremo
de Dios. El Dios en que David confió era, y es, más grande que
cualquier problema o gigantón.
David se veía pequeño
pero contaba con el poder de Dios. Lo mismo suele pasar con
nosotros. Los problemas se ven muy grandes y nos sentimos muy
pequeños delante de ellos. Cualquiera diría que estos problemas
acabarán con nosotros, pero las apariencias engañan.
Si confiamos en el Dios que ayudó a David, si confiamos en el mismo
Dios que levantó a Cristo de entre los muertos, podemos vencer los
problemas como David venció a Goliat porque Dios es quien pelea por
nosotros.
Las lecturas para el Quinto Domingo después de Pentecostés (2018) son 1 Samuel 17:(1a, 4-11, 19-23), 32-49; Salmo 9:9-20; 2 Corintios 6:1-13; San Marcos 4:35-41.
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